En apenas dos siglos Hispania pasó de ser un lugar de más allá del mundo civilizado, en palabras de Cicerón, a ser la cuna de Trajano y Adriano, los primeros emperadores de Roma no nacidos en Italia (1). ¿Cómo fue posible? Tal vez los bárbaros habitantes de Hispania no lo eran tanto, ni tampoco los civilizados ciudadanos romanos lo eran en la medida en que lo cuentan sus cronistas.
La tradicional visión que tenemos de la historia de Hispania, a través de los propios historiadores romanos, transmite la idea de que nuestra península era un lugar extraño y remoto habitado por pueblos bárbaros y belicosos que se oponían al proceso civilización que acompañaba a las legiones romanas.
La realidad es que tras la rendición sin concesiones de Numancia casi toda Hispania quedó sometida al poder militar de Roma. Tan solo el noroeste peninsular, la zona más alejada del Mare Nostrum, donde estaban asentados los calaicos, lusitanos, astures y cantabros mantenía una tensión militar permanente con el poder militar de Roma.
Por el contrario, los valles del Guadalquivir y del Ebro y la costa mediterránea eran lugares donde habitaban importantes civilizaciones prerromanas en el que había muchas ciudades íberas, celtas y tudertanas plenamente desarrolladas para los cánones de la época y donde la romanización de los usos y costumbres fue mayor. La ciudad romana de Itálica (Santiponce) fue fundada por Escipión en el año 206 a. C. y en torno al año 100 a. C. se construyó una nueva ciudad romana junto a la antiquísima ciudad griega de Emporium (Ampurias).
El comportamiento corrupto era la norma entre los principales mandos militares enviados por Roma, lo que estaba en el origen de gran parte de las rebeliones celtíberas que tuvieron lugar a lo largo del siglo II a. C.
Si bien esta realidad apenas se refleja en la Historia anterior a la llegada masiva de las legiones romanas a la península, lo sucedido durante el siglo I a. C. en Hispania debe ponernos en alerta sobre las percepciones maniqueas. Parece que ya en el año 123 a. C. el tribuno de la plebe Cayo Sempronio Graco exigió en Roma que el grano enviado por Cayo Fabio Máximo, pretor de la Hispania Ulterior -la menos “civilizada”- fuera vendido y los ingresos enviados a las ciudades a las que se había arrebatado violentamente. No era un caso aislado, como ponen en evidencia las quejas realizadas cincuenta años antes por razones similares por varias ciudades de la Hispania Citerior contra los pretores Marco Tinito Curvo y Publio Furio Filón que, por cierto, no fueron sancionados por sus actividades de latrocinio.
Corrupción de los mandos militares
El comportamiento corrupto parece que era la norma entre los principales mandos militares enviados por Roma, lo que estaba en el origen de gran parte de las rebeliones celtíberas que tuvieron lugar a lo largo del siglo II a. C. Muchos de los generales designados por el senado para gobernar Hispania veían a esta como un inmenso botín, un vasto territorio susceptible de ser esquilmado para sus intereses personales, bien por sus riquezas mineras, bien por la extorsión a sus habitantes o por los hombres que podían proporcionar para sus ejércitos, lo que fortalecía su posición en Roma.
Si el senado romano tenía que actuar contra el maltrato que imponían los gobernadores designados por el propio senado, ¿quiénes eran los bárbaros?, ¿los habitantes de Hispania o los jefes militares de Roma que incumplían las propias leyes romanas y que hacían del gobierno de la provincia, en palabras de Graco, algo odioso e insoportable?
La impunidad con la que muchos cónsules gestionaron las provincias de Hispania tenía que ser algo muy habitual, de otro modo no se entiende que Graco consiguiera que ese mismo año el senado romano aprobara una ley que facilitaba el acceso a los tribunales romanos de cualquier comunidad romana o no romana, para que pudiera pleitear contra toda autoridad romana que fuera acusada de apropiarse indebidamente de dinero, de robarles.
Por otro lado, podemos observar que en la Tabula Contrebiensis, una placa de bronce de medio metro fechada en el 87 a. C. y escrita en celtíbero, se expone la sentencia emitida por el proconsul Valerio Flaco sobre una disputa entre las comunidades de Alaun (Alagón) y Saldue (Zaragoza) en relación con la utilización de las aguas del río Jalón. Lo que pone de manifiesto que los “pueblos bárbaros” también utilizaban plenamente el derecho romano y resolvían sus disputas civilizadamente.
Durante el siglo I a. C. Hispania se convirtió en un importante campo de batalla de las dos primeras guerras civiles de la República de Roma, lo que supuso una gran devastación del territorio. El propio Pompeyo reconoce en el año 74 a. C. que, como resultado de sus enfrentamientos militares contra Sertorio (entre el año 83 a. C. y el 72 a. C.), todas las ciudades y campos de la Hispania Citerior había sido arrasadas por una u otra de las partes en conflicto, excepto aquellas que estaban en manos de su enemigo y las del litoral mediterráneo.
También fue importante la destrucción de ciudades hispanas durante la segunda guerra civil entre César y Pompeyo. En el valle del Ebro en torno a la batalla de Ilerda (Lérida), que tuvo lugar en el año 49 a. C, y en la Bética antes de la batalla de Munda, en el 45 a. C.
Romanización de Hispana
Estos conflictos militares entre los ejércitos romanos en la península tuvieron como resultado colateral, aunque parezca extraño, una aceleración del proceso de romanización de esta. Primero Sertorio, luego Pompeyo, y por último César fueron concediendo la ciudadanía romana a individuos con gran poder en algunas ciudades, a grupos de soldados que fueron aliados, e incluso a ciudades enteras para premiar su apoyo. César otorgó a Gades (Cádiz) el titulo de municipium.
Asimismo, muchos de los legionarios venidos de Italia a guerrear en Hispania cuando terminaron los conflictos se afincaron definitivamente, concediéndoseles tierras y otorgándoseles el estatuto de colonias de ciudadanos romanos, lo que sucedió en Tarraco (Tarragona), Cartago Nova (Cartagena), Hasta (Mesa de Asta-Jerez), Hispalis (Sevilla), Urso (Osuna), Ucubi (Espejo) e Itucci (Tejada la Nueva, en Huelva). También muchas ciudades celtiberas y turdetanas fueron adaptando su configuración urbanística a las normas y cánones romanos, del mismo modo que sus élites fueron adoptando nombres y costumbres romanas, aunque inicialmente no les reportaran beneficio jurídico alguno. Por su parte los vascones también alcanzaron un elevado grado de integración en el mundo romano, especialmente en las tierras llanas del río Ebro, las ciudades de Pomapaelo (Pamplona), Oiasso (Irun) y Caligurris (Calahorra) dan fe de ello.
Como resultado del creciente proceso de romanización de Hispania, las principales familias de las provincias fueron adquiriendo un creciente protagonismo en la vida política de todo el Imperio.
Tras las guerras cantabras y astures de finales del I a. C., comandadas por el propio Augusto, el noroeste peninsular quedó finalmente bajo dominio de Roma, aunque el proceso de urbanización fue mucho más tardío y disperso que en el resto de las provincias hispanas. En Cantabria la principal ciudad fundada fue Juliobriga (cerca de Reinosa) en el año 15 a. C., en Galicia Lucus Augusti (Lugo) en el 25 a. C. En Asturias la fundación de una verdadera ciudad romana en Cimadevilla (Gijón) tuvo que esperar hasta finales siglo I d. C.
Como resultado del creciente proceso de romanización de Hispania, cada vez en mayor medida, las principales familias de las provincias fueron adquiriendo un creciente protagonismo en la vida política de todo el Imperio.
Lucio Cornelio Balbo, de una importante familia de origen cartaginés de Gades, fue el primer hombre nacido en la provincia que, después de recibir la ciudadanía romana en el año 72 a. C., jugó un papel político de primera magnitud en Roma: financió con su fortuna al ejército de César, creó un auténtico servicio secreto a su servicio, fue el artífice de pacto entre Pompeyo, Craso y César en el año 56 a. C. (Convenio de Lucca), y finalmente alcanzó el puesto de cónsul en Roma.
El filosofo Seneca nacido en el año 4 a. C. llegó a ser senador en Roma. El reconocido maestro de la retórica latina, Quintiliano, nació en Calagurris en el año 35 d. C.
Todo ello explica que Trajano y Adriano, de las significadas familias de los Ulpios y los Elios asentadas en Itálica desde hacía más de dos siglos, fueran los primeros emperadores romanos no nacidos en Italia. La gestión imperial de estos dos grandes prohombres nacidos y criados en la península fue mucho más reconocida en su época, y a lo largo de la Historia (se les conoce como dos de los cinco emperadores buenos del siglo II d. C.) que la de algunos crueles y sanguinarios tiranos plenamente romanos, como fueron Tiberio, Calígula, Nerón, Galba, Vitelio o Domiciano. Bastante bárbaros, por cierto.
[1] Con la excepción de Claudio, que si bien nació en Lyon, fue algo fortuito, ya que era miembro de la gens Claudia, una de las familias romanas más importantes.